DE LAS COCINAS DE CARBÓN A LA VITROCERÁMICA

En mi casa, de pequeña, había una cocina de carbón. Para almacenar el carbón eran necesarios un carbonero y una carbonera. El carbonero lo acarreaba. Lo hacía en un saco cargado al hombro y, para protegerse la cabeza del polvillo, se ponía otro saco abierto por un lateral a modo de capucha. Nuestro carbonero se llamaba Anselmo y era una persona amable y risueña. La carbonera no era en modo alguno la mujer del carbonero, o sea de Anselmo, sino que consistía en un cajón empotrado en un rincón de la cocina y cuya parte superior era una tapa que se abría en vertical para que Anselmo pudiera volcar el contenido del saco con la máxima comodidad. Durante la operación del vertido del carbón me hacían salir de la cocina para evitar el consiguiente tizne, cosa que me molestaba muchísimo ya que consideraba todo el proceso de lo más interesante. En cuanto Anselmo desaparecía, a mi madre y a la asistenta les entraba una especie de frenesí limpiador para borrar las huellas del paso de tan extraordinario como necesario personaje.


El fogón propiamente dicho era una plancha de hierro con varias arandelas concéntricas en la mitad que encajaban cada una en la inmediata superior. La más pequeña tenía un agujero en el centro en el que se introducía una barra, también de hierro, terminada en un gancho con el que se retiraban y colocaban las arandelas como se quisiera y según lo que se quisiera calentar en cada momento. También tenía un horno incorporado debajo de la chapa superior con picaporte y bisagras de latón, un serpentín en el fondo del fogón para calentar el agua almacenada en un calderín colgado del techo y un cajoncito debajo de la puerta del horno para recoger las cenizas. El carbón se ponía dentro y el encendido del fuego era un ritual para cuya ejecución eran necesarias paciencia y habilidad. Se retiraban todas las arandelas dejando el máximo espacio libre. En el fondo se ponía un núcleo de papel de periódico arrugado y se rodeaba de astillas de madera bien seca. Se prendía la pira y cuando la madera alcanzaba el modo de ascua, se iba añadiendo el carbón, que se sacaba cuidadosamente de la carbonera con una pequeña pala de hierro. Esto último debía de hacerse con sumo cuidado para no ahogar el fuego ya iniciado, pues si esto ocurría había que volver a empezar todo el proceso vaciando el fogón de los restos ya quemados, del papel y la madera y, después limpiarlo concienzudamente con la consiguiente pérdida de tiempo, lo que trastocaba el ritmo necesario para la buena marcha de la casa.
Una vez encendido el fogón la cocina adquiría vida propia. Era como si el fuego la hiciera respirar. Después empezaba la preparación de la comida.


COCINA DE CARBÓN


Los pucheros bullían y las sartenes crepitaban al ritmo marcado por la cocinera, o sea mi madre, que lo hacía con una sabiduría trasmitida generación tras generación. Por fin la hora de la comida. Toda la familia, el clan, alrededor de la mesa y la gran sacerdotisa, la madre, repartiendo el alimento por riguroso orden de autoridad. El primero el pater familiae.


Y luego los demás de mayor a menor. Las comidas han sido y son el momento más especial del día en la rutina de las familias. Se intercambian ideas, se cuentan experiencias y sobre todo se comparte un alimento cuidadosamente elaborado y valioso, experimentando el placer de saborear unos productos sabiamente transformados.
En aquellos días  de mi infancia todo esto se conseguía con la ayuda de una humilde cocina de carbón.


En aquellos años llegaron los grandes aportes de la técnica. El primer frigorífico que se podía enchufar a la red eléctrica, sustituyendo a la humilde fresquera y a la neverita de hielo. El día que lo trajeron fue un acontecimiento histórico en mi casa. Después fueron llegando otros adelantos maravillosos: las cocinas de gas, las lavadoras, los lavavajillas (benditos sean)… En fin otro mundo mas cómodo y llevadero para las sufridas amas de casa de entonces que eran nuestras madres.
También llegaron al mercado innumerables artilugios para facilitar el trabajo de la cocina y aprendimos una palabra nueva: Electrodomésticos. Batidoras, picadoras,  mezcladoras, tostadoras… Claro que muchos de los artefactos que entonces aparecieron no valían absolutamente para nada, pero el sentido práctico de aquellas mujeres pronto les enseñó a desechar lo inútil y a valerse de los aparatos que merecían la pena. La consecuencia de todo esto fue el cambio paulatino en la forma de cocinar. Más fácil, menos penoso y con unos resultados casi siempre más satisfactorios.


De todos los adelantos experimentados en las cocinas, uno de los más espectaculares, fue el horno. De pronto se podían elegir temperaturas, ventilación y orientación del calor además de relojes avisadores del tiempo transcurrido. Las empanadas, los bizcochos y las masas en general se podían programar con precisión matemática.


En fin. Miro hacia atrás y veo toda la evolución desde aquellas cocinas de carbón hasta las modernas y pulcras vitrocerámicas. Pero hay algo que no ha cambiado. Una comida bien preparada siempre deberá tener presente los únicos ingredientes indispensables. Cariño y esmero. Sin ellos, por muy moderna que sea una cocina, no hay nada que hacer.


Los platos que describo en este libro son aquellos que yo ví y aprendí a preparar entonces. Son sencillos. No tienen secretos. Las materias primas son las que se encuentran en un mercado de los de siempre. Sólo hay que buscarlos. Por supuesto hoy no los preparo en una cocina de carbón, pero he mantenido sus tiempos y proporciones. También he ido incorporando otros platos. Formas de cocinar de otros países. Recetas aprendidas o inventadas. Pequeños trucos y otras útiles observaciones.


Y es que esto de la cocina llega a crear adicción. Nunca se termina. Este sencillo recetario, desde luego no es cocina de autor. Ni siquiera pretendo enseñar nada. Para eso ya están los grandes cocineros. Es solo un pequeño compendio de tantas y tantas comidas disfrutadas en familia que espero sean de utilidad a alguno de mis hijos o mis nietos.


Para ellos con todo mi cariño.

1 comentario:

Blanca dijo...

Muy bueno el puré de brecol. Además, sigue las a veces arduas normas de la alimentación que alimenta y que no vuelve loco al páncreas ni deja al higado hecho paté.
Lo he incorporado a mi escaso repertorio y las víctimas de mi cocina están saltando de alegría.