AMASANDO EL PAN



En Casa de mis abuelos se cocía el pan. Cuando yo iba de vacaciones, recuerdo que la encargada de este menester era mi tía Felicidad. Para este trabajo hacia falta fuerza y destreza. Mi tía tenía ambas cosas para dar y tomar. Cuando la recuerdo me sigo admirando de su extraordinaria capacidad de trabajo y su alegría, a pesar de las durísimas condiciones de vida de aquel entorno maravilloso que era Recueva de la Peña en el norte de Palencia.

Se cocía todas las semanas, y la víspera, después de montar la artesa sobre sus soportes, se limpiaba cuidadosamente. Luego se calentaba agua hasta un punto de tibieza y se preparaban los ingredientes, a saber, la harina, la levadura (que allí se dice reciento), la sal y el agua tibia.

Después mi tía se santiguaba solemnemente y con ayuda de una escudilla de barro, siempre la misma, medía primero el agua, después la harina, todo cuidadosamente contado y por último la sal y el reciento. Lo mezclaba todo removiendo con la mano, y por último tapaba la artesa con mantas para dejar dormir la masa. Durante el proceso todo el mundo permanecía en silencio para evitar cualquier equivocación que hubiera resultado fatal. Yo observaba aquello en un estado de respeto y devoción similares a los debidos en la Santa Misa.

Al día siguiente, tía Feli se levantaba a las cinco de la mañana y se ponía a la tarea. Yo procuraba levantarme pronto para verla trabajar. Aquello si que era bregar. La masa, que ya había crecido durante la noche, se cortaba en tantas porciones como panes a hornear, y se dejaba un poco para hacer unas tortas, que ese día remplazarían al pan, ya que, según decían, no se debía de comer recién cocido. No me pregunten por que. De todas formas a mí y a toda la chiquillería de la casa nos encantaba aquella torta rellena de miel.

Tía Feli iba apartando una porción de masa, formaba una bola y empezaba a amasar vigorosamente hasta que consideraba que estaba a punto. Entonces le daba la forma y le hacía unos cortes. Así uno tras otro, que iba colocando sobre unas tablas y así trasladarlos al horno.
El horno era de adobe en forma de cúpula, con una abertura lateral en la base. Se prendía la lumbre con leña de brezo en el centro y cuando se formaban las brasas, se apartaban hacia las paredes por medio de un rastrillo y este era el momento de meter los panes. Estos se introducían en el horno por medio de una pala redonda con el mango muy largo. Antes se untaban con aceite por medio de un manojo de hierbas a modo de hisopo. Cuando los panes adquirían color tostado claro se sacaban con la pala y trasladaban a un arca de roble de donde se iban sacando durante la semana.
Este pan siempre era tierno y sabroso.

He oído que cada vez hay más gente que está volviendo a hacer pan en casa. Incluso alguien ha construido un horno de adobe. Es alentador.

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